Las bolsas de gominolas

Teo cumplió años hace unas semanas. Hubo cierta confusión logística, un pequeño fallo de comunicación durante la preparación del gran evento, y ahora tenemos en casa unas veinte bolsas de chucherías intactas. Decidimos guardarlas en un armario y sospecho que soy el único que recuerda su existencia. No saco el tema por si acaso, y por ahora.

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La conclusión está clara: si quieres hacer algo, si de veras quieres hacer ese algo, siempre encuentras una razón para justificarlo. Teo cumplió años hace unas semanas. Hubo cierta confusión logística, un pequeño fallo de comunicación durante la preparación del gran evento, y ahora tenemos en casa unas veinte bolsas de chucherías intactas.

Decidimos guardarlas en un armario y sospecho que soy el único que recuerda su existencia. No saco el tema por si acaso, y por ahora. Porque me están resultando útiles esas bolsas, más o menos.



Está naciendo una nueva dinámica . Cada vez que atravieso uno de esos días duros tirando a infernales, llego a casa, me pongo el pijama y pienso que he merecido una bolsa, que me la he ganado. Y cuando todos están ya durmiendo en la cama, abro el armario, cojo una bolsa y me tiro en el sofá, en la penumbra.

Y pongo en la tele algo ligero para no pensar nada y engullo un tiburón, una carretera, una araña, un melocotón y un dedo de gominola. Y me siento mejor, bastante mejor en un estado idóneo de paz mental, hasta que llega el turno de los gusanitos que ahí, no sé por qué , la felicidad se mezcla con la culpa . Me agobio muchísimo, recuerdo todas las tareas pendientes y me lavo los dientes, con la culpa sacando músculo y culminando la remontada.

Y entonces me voy yo también a la cama y me juro que ya está bien de comer basura, que encima el despertador sonará en cinco horas, y que así no se resuelven los problemas en la vida adulta. Para nada. Sin embargo, no es difícil adivinar que ese sentimiento de culpa se va evaporando durante la siguiente mañana .

El caso es que pasar el día con el estímulo de la bolsa de chucherías me provoca emociones encontradas. Ya casi no sé distinguir qué está bien y qué está mal. Si tengo un día tranquilo, siento que estoy desperdiciando la vida y pienso que por la noche no tendré coartada para comer un huevo de gominola.

Y si tengo un día que no puedo con todo, o con nada, pienso que bueno, que no hay que quejarse, que al menos tendré el premio furtivo de la madrugada. Felicidad para hoy. Doble drama para mañana.

Poco a poco, el plan de la bolsa se está convirtiendo en un reemplazo de las salidas nocturnas de antaño. A lo mejor íbamos al fútbol por la tarde y quedábamos después por la noche. Si habíamos ganado el partido, la motivación era obvia: bebíamos para celebrarlo.

Pero si el resultado había sido malo, tampoco era un problema: bebíamos para olvidarlo . La conclusión está clara: si quieres hacer algo, si de veras quieres hacer ese algo, siempre encuentras una razón para justificarlo. El pasado lunes, por ejemplo, el Castellón jugaba por la noche y se marchó ganando al descanso.

Mientras tecleaba la crónica, me dio tiempo a pensar que podría hacer un anexo a la norma general del uso legal de la bolsa de gominolas. Me autoricé a mí mismo a pensar que una victoria de mi equipo convalida con el derecho a abrir de noche una de esas bolsas del diablo, que nunca se acaban. Ya me había convencido cuando empezó la segunda parte, obviamente, pero el rival remontó y el partido terminó con derrota, casi sobre la hora.

Cuando llegué a casa me comí dos bolsas de chucherías, también obviamente. Me pareció que era lo justo después de todo lo que había pasado..